SERGIO PEÑA Y LILLO



SERGIO PEÑA Y LILLO  (1932 - 2012)

Sergio Peña y Lillo L. falleció a la edad de 80 años. Vivió entre 1932 y 2012. Fui su alumno y luego su amigo, amistad que, en los últimos años, consistió en largas conversaciones, algunas telefónicas, cuyos temas eran el estado de la psiquiatría actual, que él consideraba superficial e irreflexivo. Conocí toda su obra escrita y sus estudios empíricos realizados en la Clínica Psiquiátrica de la Universidad de Chile. Como es la costumbre nacional fue ignorado por gran parte de los psiquiatras de fines del siglo 20 y principios del 21. Sin embargo, el público general lo acogió con gran calidez y leyó sus obras con avidez. Podría narrar en detalle la ceguera de la Sociedad de Neurología, Psiquiatría y Neurocirugía, al no otorgarle en vida la distinción de “Maestro de la Psiquiatría”, galardón que habíamos creado para agradecer el aporte de los más destacados psiquiatras nacionales. Personalmente presenté tres veces sus extensos y valiosos antecedentes para la postulación, pero el premio fue otorgado más de una vez a colegas que carecían de merecimientos adecuados. Esto no es asombroso, pues no se puede evaluar lo que no se conoce ni se entiende. Creo que la mejor manera de recordar a este querido colega, no es un obituario ni una lista de sus libros. Me convence la idea de presentar las palabras que pronuncié con motivo de la aparición de uno de sus primeros libros, estando él en la plenitud de su vida.


EL TEMOR Y LA FELICIDAD
Corrían los primeros años de la década de 1980 cuando apareció el libro El temor y la felicidad, de Sergio Peña y Lillo. Tuve el privilegio de ser solicitado por el autor para presentar la primera edición de la obra en la Universidad de Chile. Han pasado veintisiete ediciones desde entonces, la última aparecida en abril de 2008 . Me conmueve volver a leer y a comentar este notable ensayo. En Chile, veintisiete ediciones es una cifra inimaginable para la mayoría de los libros y para la mayoría de los autores. En aquel tiempo, como es obvio, no teníamos el panorama del éxito que alcanzaría la obra y, por lo mismo, eso no formaba parte de la reflexión que entonces hicimos. Pero ahora es ineludible: ¿Cómo explicar este enorme éxito? Sería sencillo, pero probablemente insuficiente, decir que este buen éxito se explica sólo por la calidad del ensayo. Hay muy buenos ensayos y notables libros que no tienen ninguna repercusión editorial. Por ello, además de los méritos del texto en sí mismo, es posible considerar otros factores. Entre ellos sería muy difícil no tomar en cuenta lo que Chile vivía entonces: una dictadura. Nadie es sanamente feliz en las dictaduras, ni siquiera los dictadores mismos y sus seguidores. Creo que eso ocurre porque dictadura y temor son inseparables. Las dictaduras suelen terminar mal para quienes las ejercieron y herir profundamente el destino de quienes las sufrieron. Las dictaduras producen infelicidad y desamparo al aplastar la vocación de libertad de los seres humanos. No pretendemos que el autor comparta esta interpretación y, desde luego, no es responsable de lo que aquí comentamos. Si hubiésemos de elegir un concepto central a El temor y la felicidad tendríamos que decir que Peña y Lillo nos dice algo siempre sorprendente y, a mi juicio, más en aquellos días: que la felicidad es posible. Pero no sólo eso: además señala que la felicidad es el estado connatural al hombre y la condición más radical de su salud. Como derivación de esa afirmación se desprende que, si bien la felicidad no es exclusivamente un tema de competencia médica, también tiene que ver con ella.

¿Cómo ocurre esto? ¿Es acaso la medicina una scientia universalis y sus competencias abarcan todos los aspectos del ser humano? ¿No es esta idea una medicalización arrogante de la vida humana? A mi entender, lo que Peña y Lillo está diciendo es otra cosa. Dice que el médico conoce la normalidad del hombre por contraste, pues la patología consiste en ruido donde debiera haber silencio, en dolor donde debiera haber transparencia sensorial, en fiebre donde debiera haber eutermia y, tal vez, en angustia donde debiera haber serenidad. A todo eso que debiera haber lo denominamos, bien o mal, normalidad. Pero la normalidad biológica no basta para definir la salud, pues ésta en el ser humano se despliega más allá de los parámetros fisiológicos hacia una “normatividad” que le permite satisfacer sus necesidades más íntimas y realizar su original proyecto de existencia. La palabra “normatividad” podría ser objetada con buenas razones al ser aplicada al sentido del desenvolvimiento de la existencia de las personas. Pero eso no invalida el hecho de que la salud tiene un significado complejo y abarcador. En su origen latino, salud significa no sólo el equilibrio biológico o la ausencia de enfermedad sino también la conservación de los derechos de los ciudadanos, la libertad pública y privada, el perfeccionamiento personal y el estado de gracia espiritual. ¿No es precisamente ese conjunto el que está incluido en el “saludo”, en ese deseo que hacemos expreso diariamente con quienes nos cruzamos en el camino de la vida? Por lo mismo, la palabra salud tiene que ver con la medicina en tanto la oponemos al concepto de enfermedad, pero, además, trasciende hacia dimensiones éticas, estéticas y ontológicas que desbordan a la normalidad biológica –y por lo mismo a la medicina– por todos lados. Tal trascender permite que el ser humano pueda desplegarse como persona aun teniendo que asumir la enfermedad, la limitación, el dolor y la muerte. Es por eso también que la enfermedad no necesariamente es sinónimo de infelicidad, como tampoco la normalidad biológica garantiza la felicidad.
Peña y Lillo nos dice que la “normalidad” de la salud no sólo es el horizonte necesario para definir la enfermedad sino que también la terapéutica. El quehacer médico supone un previo e implícito concepto de salud: es sano –nos dice el autor– lo que es como “debe ser”, y lo mórbido, el revés negro de la vida. Sin embargo, este “deber ser”, al igual que la palabra “normatividad” y “normalidad”, suena a mis oídos como una ética “natural” que, debo confesar, encuentro confusa y que desvía mi comprensión de lo que plantea Peña y Lillo. Para evitar tal desvío me guío por la intelección que me surge de manera espontánea: la salud no consiste sólo en la ausencia de padecimientos corporales o psíquicos sino que implica también una particular armonía del funcionamiento organísmico y el desarrollo social pleno y creativo de la personalidad, lo que se traduce en un rango de bienestar y serenidad.
Se pregunta el autor: ¿Por qué un hombre biológicamente sano puede sentir la vida como una desdichada carga? Peña y Lillo da una respuesta –dentro de otras posibles– a aquella pregunta: el ser humano es infeliz –nos dice en definitiva– porque tiene miedo. El miedo se opone a la felicidad, aunque no en el sentido de una dimensión psicológica polar, como pudiera ser la que une la alegría a la tristeza, sino porque la obstruye, la interfiere y la paraliza. El miedo impide que el hombre sea lo que debe y puede ser, es decir, sale al paso e interrumpe la armonía en la que consiste la salud en su sentido más radicalmente humano.

Sin embargo, el temor es a la vez el problema y la respuesta: el camino de la plenitud humana pasa, justamente, por la superación del miedo y el sufrimiento. Sin miedo no hay felicidad. Este problema tiene profundas raíces que se remontan a los albores de la cultura occidental. Kant, en una pequeña y casi desconocida obra, nos habla del comienzo verosímil de la humanidad, al que sitúa en el momento de la salida del Paraíso. Arrojado de la naturaleza el hombre ya no pudo guiarse por el instinto que antes lo hacía permanecer unido armónicamente al resto de lo existente. Habiendo comido el fruto del árbol del conocimiento la inocencia desaparece junto al surgimiento de la libertad. Ahora, el ser humano debía elegir, guiarse solo en medio de las acechanzas y los peligros, ser libre sin saber cómo serlo. La incertidumbre, el miedo y la angustia se constituían así en el precio de la conciencia emergente. Quizás si lo esencial a este tránsito es que el hombre había pasado de la comunión y la seguridad de un mundo armónico, a un mundo imprevisible y amenazante; pero además se había deslizado desde el tiempo de la eternidad al tiempo biográfico e histórico, es decir, al tiempo de la finitud y la muerte.

Podemos imaginar que la felicidad, desde esta nueva condición de errante en el mundo, no podía ya ser un hecho dado y consustancial a la existencia humana sino un estado a conquistar a partir del miedo y de la libertad, al igual que el abrigo y el alimento surgen a partir del frío y la privación.
Peña y Lillo establece en esto un orden: la felicidad está impedida por el temor, pero el temor adopta muchas caras y, a veces, está determinado por actitudes psicológicas específicas como la anticipación imaginaria, la contaminación del presente con el pasado, la resistencia al sufrimiento, el deseo y la ambición. Aunque el autor no lo menciona, es imposible ignorar la analogía que hay entre lo planteado por Peña y Lillo y la tradición budista. Recordemos que la primera de las grandes Nobles Verdades del Buda es lo que en sánscrito se dice Dukkha y que significa sufrimiento. El sufrimiento es inevitable, dice la primera Verdad Noble, es un parte de la vida y también el resultado de nuestros “apegos” y produce una reacción emocional denominada Samudaya, la segunda Verdad Noble, que nos lleva a la búsqueda afanosa de alivio cuya “sed” genera distintos tipos de adicciones que, a su vez, producen más Dukkha.

En el estudio de las actitudes psicológicas que Peña y Lillo denomina erróneas, dos componentes, a nuestro entender, también forman parte de lo más noble del psiquismo: nos referimos al recuerdo, que contamina el presente con el pasado y lo ensombrece, y a la fantasía, en la cual se acuna la anticipación imaginaria de lo terrible y sin sentido. Ambas actitudes son inconcebibles en un mundo paradisíaco e inconsciente. No obstante, si bien en el recuerdo anidan las experiencias traumáticas, también lo hacen las nostalgias y la experiencia y, en el porvenir, las incertidumbres y la muerte, pero también las idealizaciones y la esperanza. El hacer presente lo pasado o lo por venir representa lo que no es ahora y que, merced a ello, permite trazar la línea que une lo que fue, lo que es y lo que será, línea que llamamos temporalidad. Si bien es la temporalidad lo que puede estar en la base de la infelicidad mediante las actitudes erróneas a las que se refiere el autor, al liberar al hombre de su contingencia inmediata y deshacer la esclavitud de lo meramente presente, de lo inmediato, de la ‘estimulidad’ de la que hablaba Zubiri, dicha temporalidad se constituye tal vez en el logro más importante de la vida humana: lo que filosóficamente se ha llamado trascendencia.

El recuerdo y la fantasía, como decíamos, son fenómenos de dos caras: en ellas asienta el temor, pero también la capacidad de representar lo ido, lo ausente o lo inexistente a la percepción, y que es el fundamento de la inteligencia como predicción, de la categorización como pensamiento teórico y de las experiencias de la creación en el arte. No obstante, al mismo tiempo, esta capacidad genera sus opuestos, pues el recuerdo puede dejar muy poco espacio para lo nuevo, la abstracción puede impedir la captación de lo original y particular de la experiencia inmediata, y la idealización utópica del futuro asfixiar la vida que hoy tenemos.

Peña y Lillo cierra este sistema de oposiciones a través de una operación sintética. No se trata de derrotar el temor a través de una audacia heroica y ciega o de una negación del sufrimiento y lo doloroso de la vida. Se trata más bien de asumir la poderosa fuerza del recuerdo y la fantasía pasando por la realidad y el presente. Es decir, subsumiendo el pasado, el presente y el futuro en una temporalidad global y distinta, que él denomina “del espíritu”, y que, pensamos, es a la vez la primigenia. El tiempo de la eternidad se nos hace patente por contraste con la finitud y, por lo mismo, nos acerca al paraíso perdido y a la felicidad: ese estado abarcador indefinible desde el que surgen la libertad y el sentido pleno de cada existencia humana. Pero nos acerca desde la conciencia alerta y no desde el mero retozar biológico. 



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